Hay una frase que desde niña me repetía mi papá: “El trabajo dignifica al hombre”. Y creo que esas cinco palabras pueden definir bien esa época.
Eran inicios de los noventa, el país todavía se encontraba sumergido en los altos índices de inflación del primer gobierno de Alan García. Los altos precios, la falta de empleo y las grandes deudas hacían imposible a cualquier padre de familia poder sostener los gastos del hogar. Este era el caso de los papás de Laura, una de mis amigas de mi antiguo barrio del Rímac.
Con dos hijos en edad escolar, una en la universidad y un empleo que no le rendía mucho, el señor Laos no sabía cómo cubrir los costos de su familia. Un día, cuando iba por el Parque de la Bandera, en Pueblo Libre, vio una larga fila de pequeños puestos que vendían sánguches a los alumnos que salían del colegio 10 de Octubre. Ahí le nació la idea.
Luego de conversar con su esposa –que tiene una sazón de los dioses– decidieron hacer un esfuerzo y comprar un carrito sanguchero en el centro. La inversión: 400 soles de la época.
Pero antes de aventurarse decidieron hacer su “investigación de mercado”, es decir, visitar a otros vendedores, ver qué productos ofrecían, degustarlos y ver en qué podían mejorar. Luego de hacer este trabajo, buscaron un lugar donde vender. Eligieron la tienda de un primo suyo en Lince.
Unas semanas después, se dieron cuenta de que no era muy rentable la tarea titánica de cruzar Lima con el carrito sobre el auto, así que optaron por vender en la puerta de su casa. “¿Tendremos éxito?”, era la pregunta que se hacían los señores Laos.
Los primeros días parecía que la apuesta había sido mala. Cuando ya estaban a punto de tirar la toalla, comenzaron a llegar más clientes, al extremo de que ya no se daban abasto. Toda la familia –inclusive yo– participaba en el negocio.
Y es que no toda la actividad se limitaba a la atención en las noches, todo comenzaba desde temprano, con la compra de los productos. En la tarde preparaban las salsas, cortaban la col, pelaban y picaban las papas y deshilachaban el pollo.
LA COMPETENCIA
Todo era meticulosamente cuidado por la señora Laos. Y es que vender una rica royal (hamburguesa con huevo y queso) con productos frescos no solo aseguraría el retorno del cliente, sino también la llegada de uno nuevo.
Quizá los señores Laos no lo sabían, pero estaban aplicando aquello que los publicistas llaman ‘el boca a boca’.
Años después, mientras conversaba con el papá de Laura, descubrí que esa técnica les había resultado de maravilla. En promedio tenían ingresos de 3 mil soles al mes.
Con la llegada de más clientes, también vino la competencia. Entonces todo el barrio se comenzaba a llenar de nuevas ofertas a bajos precios. ¿Qué hacer? Innovar.
Nuevas hamburguesas, un pollo broaster con distinta sazón y nuevas cremas (Laura y yo éramos los conejillos de Indias) comenzaron a marcar la diferencia. Pero estos cambios implicaban mayores precios. Una hamburguesa de 2 soles pasó a costar 3.
A algunos clientes no les gustaron los precios y se fueron a comer a la competencia, pero los que quedaron, los siguieron hasta el final. Ahí estaba el que pedía fiado, la que siempre tenía antojos y uno que otro jugador –entonces juveniles– de Sporting Cristal, como Andrés Mendoza e Ysrael Zúñiga.
Ya estaba por culminar la década de los noventa y la economía del país (y por tanto la de los Laos) estaba más estable. Pudieron ampliar el negocio, sí. Pero a diferencia de casos como el de Mi Carcochita, decidieron cambiar de giro ante nuevas oportunidades. Y este también fue el camino de otras familias que se dedicaban a este negocio.
NUEVOS AIRES
A diferencia de mi niñez, cada vez es más difícil encontrar carritos sangucheros. Los pocos que quedan, como el popular ‘Tío Bigote’ de la Universidad Católica, todavía siguen ofreciendo aquellos clásicos (como la salchipapa o la royal) que a tanta gente nos gusta.
Es por ello que no solo algunos restaurantes han incluido en sus cartas estos platos, sino que ahora se busca recuperar esta forma de venta.
Esa es la apuesta de Gastón Acurio, quien no hace mucho propuso “convertir combis” en carritos sangucheros. Pero, acuñando el nombre de su programa, esa es otra aventura culinaria.
Fuente: EL COMERCIO |